martes, 15 de noviembre de 2011

Los perros de Muñiz




La mitad de mi historia es el final de la historia. Por lo tanto una narración poco peligrosa, comenzaría con los hechos en su forma pura, más cerca del desenlace, en el puro nudo, sin introducción, sin más detalles precisos que los que la acción va desarrollando.
Como única excepción, como único dato enciclopédico digo que la ciudad de Muñiz es una ciudad de apenas siete cuadras de ancho, por unas treinta de largo aproximadamente, un rectángulo caprichoso entre el centro de San Miguel y la foránea Bella Vista.
Vive maldiciéndolo, cada vez que llega a su casa desde su largo viaje. ¿Por qué, por qué tan tarde, tan lejos, por qué siempre ella la que llega y no la que lo recibe? una bola de fuego en ella, porque todas las respuestas se las guarda él bajo llave, bajo llave de una llave perdida. Él tampoco sabe, se petrifica en las preguntas. Sí, sabe ver  en sus ojos rojos cuando está dos horas de más de la acordada esperando que él llegue a su casa y casi dormida y entonces para qué si son las 2 am y a las 8 arriba, para qué, qué es este contrato de quererse tan tarde, a altas horas, por poco tiempo, tan cansados del día, en una ciudad tan descuadrada y tan lejos de una capital donde ella viva.
Querría disfrutar del día, ir en bici, ella en la bici que está guardada en lo de un ex novio y él en su aurora naranja tan pistera y galana,  hablarían de los árboles del barrio y de las casas más típicas de Muñiz donde las viejas son parientes eternas de la gente de San Miguel y recuerdan sin edificios todos esos edificios alrededor. Querría que él le hable de sus preferidos alóes que abundan y florecen y desflorecen constantemente en los jardines de las mismas señoras, y qué anden sin manos en la bici y tengan siempre un destino de amigos dónde caer por la tarde y hablar de todo lo lindo que vieron en el camino y desear la vuelta, desear volverse a encontrar solos en casa cuando lleguen medio transpirados y cansados del sol y él prenda las luces de farol de afuera y las del patio y la infinidad de lámparas del living; cocinar, tener realmente hambre y que suene el clac del vino que él abre mientras ella se hace unos fideos tan ricos, a la francesa con sus especias, con todo su especial de especias.
Sin embargo todo se torna más rotundo, menos milimétrico, un tanto agotador, más agotador que ir en bici desde los puteríos de ruta 8 hasta la Gaspar Campos de ida y de vuelta. Cansancio distinto, un stres complejo, porque si bien él se sabe todos los nombres de las calles, los caminos seguros de perros que lo corran y todo eso, siempre llegan cansados, agotados de las labores que los tuvieron todo el día sin bicicletear juntos a lo de un amigo, incluso en horarios alejadísimos de la cena, ya sin hambre, habiendo comido solos, comida pre hecha, de delivery o de gente que vive sola y trabaja mucho.
¿Le contó que su barrio, ese barrio que ella conoce ya mucho pero más de noche, se llama "la villa del perro"? se llama así, porque hay infinidad de perros que según dicen saltan todas las noches los paredones altísimos que separan campo de mayo de la ruta 8 para meterse en el barrio y ser más y más y acabar con algunas tiranías felinas. Hay más perros que gente en Muñiz y por eso tantos perros callejeros, que duermen en medio de las calles hasta que pase chiflando el 182 y se despierten del sueño que estaría soñando un perro,  corriéndose entonces levemente hacia el cordón, en ese movimiento exacto pero tranquilo de escabuirse sin que nunca los atropellen.
Fueron dos perros amigos alguna vez, en un Muñiz no tan lejano como olvidado, andaban de acá para allá moviendo las colas y asechando los gatos de la calle Haedo, nunca tenían miedo, y como no había tantos muertos hechos perros detrás de los paredones militares, tenían cierta libertad incluso los vecinos humanos se soprendían de ver caninos tan elegantes y puros como ellos, tan compañeros que todos los alimentaban con comida mucho más rica que la que comen ahora en este destierro del tiempo. Fue otra vida, que se acabó cuando dos personas  alquilaron la casa contigua e idéntica a la que ahora mismo él alquila, en la que ella lo visita en las noches, él aún no vivía ahí, pero de perro siempre le había atraído, un chalecito de techo a dos aguas y tejas que tenía una reluciente valla de madera con dos portones: el chico y el grande, perfecta.
Sus papás, hasta el momento desconocidos lo engendraron y hubo que ceder de la mutua compañía entre esos perros, él desapareció así como si nada y fue creciendo en una panza, ella unos años antes se fue en el Urquiza a una capital y ahí se quedó para ser más casualmente que él: la hija de alguien.
 No recuerdan jamás su amor canino, de hecho critican a esos perros que ladran con la sirena de bomberos en la noche, gritan fuerte, agudo, como niños intentando dejar de ser perros, es ahí cuando Muñiz se llena de incertidumbres, cuando se hace un pueblo pequeño digno de ser investigado por algún tipo de antropología metafísica.

tom

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